Crónica de seis días por la mágica Lisboa y sus alrededores

2022-10-15 21:31:04 By : Mr. JACK FU

Lisboa, la capital portuguesa, es una ciudad vibrante, que se disfruta al caminar por sus siete colinas, degustar su gastronomía variada y recorrer sus impresionantes sitios históricos.

Lisboa, la capital portuguesa, es una ciudad vibrante, que se disfruta al caminar por sus siete colinas, degustar su gastronomía variada y recorrer sus impresionantes sitios históricos.

Lisboa es luz, fado, melancolía, es perderse entre sus siete colinas y encontrarse siempre con una sorpresa; es caminar durante horas para conocerla mejor. Es sentarse a tomar un café oscuro con un pastel de nata, ir a pasear al lado del río Tajo, ver el atardecer y luego dormir extenuado, con una sonrisa. 

No sé si a todos les ha pasado, pero yo tengo ciudades con las que me obsesiono. Quiero recorrer sus calles, me imagino en tal librería comprando un libro, tomando un café, caminando. Quiero estar allá porque siento una gran conexión con ese lugar, así jamás haya estado antes y solo lo conozca a través de la televisión, los libros o los relatos de los amigos. 

Sí, es un poco inexplicable. Pero justo eso me pasó con Lisboa. Durante años imaginé la ciudad a través de los relatos detallados de mi amiga portuguesa, la periodista Cristina Zabalaga; de los escritos de Fernando Pessoa o cuando, simplemente, probaba algún plato, como un bacalao con crema y gambas, en un restaurante luso en Bogotá que ya no existe. 

Después de tantos ires y venires, todo se concretó para viajar a la capital portuguesa y a Sintra, villa aledaña a la ciudad, enclavada en un parque natural, que también moría por conocer. Esta es la crónica de seis días por este viaje lleno de sorpresas.

A Lisboa llegué a las 11:25 de la mañana. No hubo filas ni congestión en el aeropuerto. Nadie me dijo nada y salí como si fuera una más de la ciudad. Con mi esposo tomamos un taxi al hotel. Lo primero que dijo el taxista, en un portugués difícil de entender, fue: “¿Vienen de vacaciones? ¿A dónde van a ir?”. Yo, emocionada, le dije: “Sí, venimos a conocer Lisboa”. “Pero ¿por qué?, ¿a dónde más van a ir?”, refutó. “Solo a Lisboa”, dije. “¡No, por favor, aquí casi no hay cosas que ver!”. Y empezó un largo discurso de por qué no valía la pena quedarse en la ciudad. Su conclusión era que, como máximo, deberíamos dedicarle un día. 

No quise entrar en discusiones. Miré a mi esposo y guardamos silencio el resto del trayecto. En el hotel, muy cerca de la avenida de la Libertad, nos acomodaron en un cuarto piso. Al abrir la ventana me alegró ver que justo al frente quedaba la sala de redacción del Diario de noticias, un periódico fundado en 1864. 

Salimos a las 2:30 de la tarde listos para enfrentar a la ciudad. A mi esposo le encantan los mapas en papel y tenía muy claro el recorrido que haríamos; yo, que no me ubico ni en mi propia oficina, dejé que me guiara. 

El plan para esa tarde de lunes festivo sería ir a Alfama, el distrito más antiguo de la ciudad, reconocido por sus calles laberínticas y empinadas, donde se encuentra el castillo de San Jorge, el punto más alto del distrito, y varios miradores de la ciudad.

Salimos con la energía de un turista que acaba de llegar y comenzamos a subir y a seguir subiendo. Bajamos algunas escaleras de ese barrio –que por momentos no parecía tan turístico– hasta que dimos en un punto en el que solo se veían más escaleras y, a lo lejos, muy a lo lejos, el castillo de San Jorge. No miento. 

Ya cansados, sin haber almorzado y con la seguridad de que nos faltaba mucho, nos sentamos en un restaurante, pedimos un pollo tandoori y decidimos seguir nuestra ascensión.

De repente, cuando pensábamos que nos faltaban varios kilómetros, todo cambió. No habíamos caminado más de dos cuadras y había otro ambiente, lleno de coquetos restaurantes con terrazas, de lugares que ofrecían shows de fado en la noche, tiendas con recuerdos, plazoletas rodeadas de árboles y edificios de fachadas decoradas con los tradicionales azulejos portugueses. 

Y luego, pocos metros más arriba, en el mirador de Santa Lucía, tuvimos la panorámica perfecta de la ciudad: el río Tajo, los tejados, la luz, las buganvilias sobre las paredes y un guitarrista que por azar tocó dos de mis canciones favoritas: Nuvole Bianche, de Ludovico Einaudi, y Everybody Wants to Rule the World, de Tears for Fears. 

Seguimos caminando, vimos por fuera el castillo de San Jorge, que fue primero castillo árabe y luego palacio real hasta el siglo XVI; nos tomamos una copita de oporto con un pastel de bacalao en un lugar entrañable, y luego mi esposo dijo que deberíamos ir hasta el mirador de Gracia, que en el mapa, por supuesto, se veía muy cerca. 

De nuevo nos perdimos entre las callecitas, las subidas y las bajadas, y ya extenuada por el sol del verano le dije que tomáramos un transporte. Detuvimos un tuktuk y cuando le dijimos que íbamos a Gracia, el hombre puso la dirección en su celular y nos dijo que estábamos justo a un minuto de distancia. “¿A un minuto?”, le pregunté incrédula, pero esta ciudad es un juego de percepciones, uno nunca sabe dónde está realmente. Nos reímos a carcajadas y seguimos caminando. A la vuelta, por fin, había otra panorámica estupenda de la ciudad, que valía la pena conocer. 

Ya como a las 8 de la tarde, intentamos –solo intentamos–, encontrar el lugar que habíamos visto un par de horas antes para escuchar fado, una expresión musical de añoranza y tristeza de los portugueses, y cenar, pero obviamente no lo encontramos. Así que entramos a un restaurante tradicional y comimos un bacalao con queso gratinado. Para devolvernos al hotel tomamos el primer tranvía que vimos –casi que nos abalanzamos hacia él–, sin saber a dónde nos llevaría. Afortunadamente, nos dejó en una calle que mi esposo reconoció y llegamos pronto al hotel.

Después de dormir profundamente, el plan para el martes era ir hasta Belém, un distrito ubicado al oeste de Lisboa y uno de los más turísticos de la ciudad. Tomamos el metro (cada estación tiene algo especial, ilustraciones de conejos gigantes, azulejos, caricaturas, arte moderno) y luego el tren de cercanías llamado comboio. 

Por estar hablando más de la cuenta nos bajamos en una estación posterior y empezamos a caminar. Lo primero que vimos fue una construcción gigantesca, futurista, en medio de la nada, llamada Centro de Investigación de lo Desconocido. Si hubiera tenido más tiempo, habría entrado. Es de la Fundación Champalimaud y realizan investigación biomédica, pero también tienen exposiciones de arte y ciencia. 

Según el mapa de mi esposo, que desplegaba una y otra vez, no estábamos tan retirados de la Torre de Belém, una fortaleza del siglo XVI, que inicialmente sirvió como punto de embarque a los navegantes portugueses para descubrir nuevas rutas marítimas. En esta ocasión, acertó. La torre, a orillas del Tajo, estaba cerca y se veía hermosa e imponente por fuera.

Nuestro próximo punto era el monasterio de los Jerónimos. Este lugar me dejó, literalmente, sin aliento. Manuel I lo mandó construir en 1501 luego de que Vasco da Gama regresara de su viaje por la India. Tiene una catedral impresionante con una nave de seis columnas y un monasterio que fue habitado por la comunidad religiosa de los Jerónimos, que rezaban por el alma del rey y apoyaban espiritualmente a los marineros que se atrevían a comenzar nuevas aventuras, hasta que fue secularizado en 1833 por decreto estatal.

Después de salir del monasterio, muchos amigos nos habían recomendado ir a comer un pastel de Belém –un hojaldre relleno de crema, icono de la pastelería lusa– en la confitería que lo prepara desde 1837 y que afirma tener la receta original de los monjes. Sin embargo, la fila era tan larga que rápidamente nos desanimamos y probamos uno en una cafetería normal, que nos supo a gloria.

En estos tres lugares se nos pasaron las horas volando y ya debíamos regresar al centro de la ciudad, porque teníamos una reserva a las 6 de la tarde en Red Frog, un famoso speakeasy, y luego en Fogo, un restaurante que hace todas sus preparaciones a base de fuego (véase recuadro).

En Lisboa se come bien, literalmente, casi que en cualquier esquina. Estos son tres recomendados para tener en cuenta en su próxima visita. 

Este es un speakeasy diminuto pero muy acogedor, número 67 del mundo en la lista de los World’s 50 Best Bars. Creado por los bartenders Paulo Gomes y Manuel Minez, los cocteles son de otro mundo, memorables y provocadores. Tienen muy claro el tema de sostenibilidad y cuentan con un sofisticado laboratorio donde realizan sus mezclas poderosas. Recomendado un Star Fizz (ginebra con flor de sauco, limonaria, pepino y rosas). Y para picar, las albóndigas de cerdo con mayonesa de cilantro y mostaza.

Del chef Alexandre Silva –el mismo creador de Loco, que tiene una estrella Michelin–, esta propuesta está basada en las preparaciones hechas con fuego, y les rinde un homenaje a sus raíces, a la cocina tradicional portuguesa. Eso le da un toque muy particular a cada uno de sus platos –desde el pan recién salido del horno hasta las sardinas–. En su cocina, que está a la vista de todos y permite ver el horno de leña, la brasa con la llama viva o los platos que sella con la impronta del humo, suele utilizar ingredientes de temporada y, en la gran mayoría, portugueses.

Merece un capítulo aparte porque es un fine dining muy particular, ubicado en la Terminal Internacional de Cruceros de Lisboa. Marlene Viera, una de las chefs más relevantes de Portugal, decidió abrir este espacio minimalista al lado de otra de sus creaciones, ZumZum, un gastrobar más informal, para ofrecer un menú de doce pasos, en los que se puede recorrer la historia de su vida. Los detalles y cuidados de cada plato saltan a la vista. El maridaje, también muy equilibrado, es elaborado por otra mujer, la sommelier Gabriela Marques.

Este día decidimos ir primero hacia el noroeste de la ciudad, al distrito de Parque de las Naciones, construido para la Expo 98. Nos impresionó la estación Oriente, construida por el arquitecto español Santiago Calatrava, pues no solo es una de las más importantes de Lisboa, sino que su diseño con techos de cristal le da un toque contemporáneo y distinto. 

Luego, como siempre, caminamos por el muelle hasta el Oceanógrafo, el segundo en tamaño del mundo. Después subimos a un teleférico que nos entregó una panorámica muy distinta de la ciudad. Durante doce minutos, y a treinta metros de altura, se veía el puente Vasco da Gama, uno de los más largos de Europa, el río Tajo y los edificios más modernos de la zona. 

Ahí tomamos de nuevo el metro para ir hasta el distrito de Baixa, el centro comercial y financiero de la capital portuguesa. El punto de llegada fue la plaza de Comercio, que albergó el palacio real durante 400 años. Es una plaza muy grande, rodeada de restaurantes, la oficina de turismo y edificios de gobierno, pero lo que más nos llamó la atención fue el café Martinho da Arcada, fundado en 1778. Poco más de un siglo después, el escritor Fernando Pessoa iba a menudo y se dice que aquí escribió El mensaje, su único libro publicado en vida. Ahí permanece intacta su mesa favorita, con la taza de café y el vaso de licor en el que solía beber. 

La caminata continuó hasta el elevador de Santa Justa, un ascensor neogótico construido a principios del siglo XX por el arquitecto francés Raoul Mesnier du Ponsard, discípulo de Gustave Eiffel. Es muy particular por ser un ascensor en medio de una calle residencial desde donde se obtiene una vista privilegiada del distrito. Luego, por supuesto, seguimos subiendo y bajando hasta llegar a otra de las grandes plazas, Rossio, y de ahí hasta la iglesia do Carmo, perteneciente a la comunidad de los carmelitas, que marca la entrada a Chiado, uno de los barrios más elegantes de Lisboa. De la iglesia gótica solo queda la nave sin techo, pues se derrumbó después del terremoto de 1755, pero ahora alberga un Museo de Arqueología con una colección bastante ecléctica, que incluye objetos como una momia peruana.

Caminar por Chiado es un gran plan porque está lleno de lugares especiales como el café A Brasileira, punto de encuentro de intelectuales, o la librería Bertrand, considerada una de las más antiguas del mundo, pues se fundó en 1732 y todavía funciona. 

El tiempo volvía a estar en contra nuestra y teníamos que volver al hotel, porque esa noche la reserva era en Marlene, restaurante de una de las chefs más reconocidas de la ciudad. Cansados, decidimos tomar el metro en la estación Baixa, con tan mala fortuna que las escaleras eléctricas estaban dañadas y tuvimos que bajar a pie. No hubiera sido un gran problema si esta estación no fuera la más profunda de toda la red de metro –está a 45 metros de profundidad– y sentimos como una eternidad bajar tantas escaleras. Pero así es Lisboa, siempre hay que estar preparados para caminar.

Tres días es muy poco en la capital portuguesa. Quisiera haber tenido mucho más tiempo para recorrerla con calma, pero no siempre se puede tener todo en la vida. Otro de mis sueños era ir a Sintra, una población muy cerca de Lisboa, que también vale la pena visitar. Por lo que vi, la gente suele tomar un tren temprano, visitar el palacio Da Pena, dar una vuelta y regresar ese mismo día a Lisboa, pero esta ciudad es mágica y merece más tiempo. 

Ese jueves tomamos de nuevo el comboio desde Rossio y en menos de 40 minutos llegamos. Nos acomodamos en un hotel cercano a la estación del tren, dejamos las maletas y emprendimos la aventura. 

Sintra se encuentra en una sierra del mismo nombre y está rodeada de bosques, colinas y cascadas, por lo que se volvió un sitio de retiro para los monarcas portugueses y gente adinerada; por eso está, literalmente, llena de palacios. Fue declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco en 1995, y por supuesto, también tiene callecitas sinuosas que suben y bajan, donde resulta muy fácil perderse. 

El primer lugar que visitamos fue la Quinta de Regaleira, un palacio construido entre 1904 y 1910 por el millonario Carvalho Monteiro, con múltiples símbolos y referencias religiosas, como el pozo de iniciación, una especie de torre invertida de 27 metros de profundidad, en la cual se dice que los masones celebraban ritos. Resulta impresionante este lugar, conectado a través de túneles subterráneos en medio de unos bosques deslumbrantes. 

Muy cerca de este lugar se encuentra el palacio de Monserrate, construido a mediados del siglo XIX por el aristócrata inglés Francis Cook. Es una obra maestra del romanticismo, que combina influencias góticas, indias y moriscas. Además, sus jardines exuberantes incluyen hasta una colección de cactus. 

Al final de la tarde, cansados de caminar por las colinas de Sintra, fuimos a buscar un lugar para cenar y recargar energías para el día siguiente. 

Sin duda alguna, el palacio más reconocido en Sintra es el Da Pena. Sale en todas las postales por su singularidad arquitectónica y gran colorido. El palacio fue construido en el siglo XIX sobre las ruinas de un monasterio jerónimo del siglo XVI para Fernando de Sajonia, esposo de la reina María II. 

Teníamos una reserva para entrar en la primera visita, a las 9:00 de la mañana. Desde donde nos dejó el bus hay que subir una pendiente muy pronunciada para llegar hasta la puerta del palacio. Y debo confesar que, aunque es impresionante por fuera y la niebla a esa hora le daba un halo de misterio, su interior no me cautivó tanto como los otros. Además, había mucha gente y grupos con guías que no dejaban recorrerlo con más calma. 

Sin embargo, antes de irnos, mi esposo quería tomar fotos de una torrecita en un lago de los jardines del palacio, que había visto en un libro. Preguntamos por la ruta y parecía muy sencillo. Teníamos que seguir las flechas. Al poco tiempo estaba muy molesto, porque en su mapa, el lago quedaba hacia la izquierda y las flechas nos enviaban en dirección contraria. 

Estuvimos a punto de abandonar la misión de las fotos, porque a medida que avanzábamos parecía más complicado y ningún turista había visto el lago con la tal torrecita. Recuerdo que le dije lo siguiente: “La vida muchas veces es así: compleja, confusa, nada obvia, así que seguiremos las indicaciones hasta encontrar el lago. No podemos darnos por vencidos y yo ya no me puedo ir de aquí si no encuentro ese lugar”.

Y creo que mi insistencia valió la pena. Bajo el sol del mediodía caminamos por unos senderos de bosques preciosos que finalmente nos condujeron al lago. Ahí estaba la imagen real de aquella foto del libro y esas torrecitas, porque eran varias, que funcionan como un espacio de descanso para los cisnes. Un lugar entrañable.

Nuestro plan original era salir de ahí para el castillo de los Moros, una fortificación del siglo X, con unas murallas en piedra que parecen de cuento, pero, infortunadamente, la energía no nos dio para seguir subiendo la cuesta. 

Regresamos en bus al centro de la ciudad, almorzamos cerca del casco histórico, visitamos las tiendas de azulejos, de sardinas en lata, coloridas y distintas, y fuimos, por último, al Palacio Nacional de Sintra. Caminar por el centro de la ciudad es especial, porque hacia donde uno mire hay algo hermoso que observar: las murallas, el palacio Da Pena, los bosques o la luna.

Este era nuestro último día en Portugal, pero teníamos que salir al menos a las 11:00 de la mañana al aeropuerto de Lisboa. Sin embargo, me faltaba un lugar que moría por conocer: el convento de los Capuchos de los frailes franciscanos. Cuando leí sobre el lugar sentí mucha curiosidad, lo describían como una oda a la simplicidad. Era austero y especial. 

Por consejo del vendedor de una tienda, nos levantamos temprano y tomamos un taxi. El conductor era un inmigrante de la India que llevaba muchos años en la ciudad. Tomó una ruta, pero dijo que estaba cerrada; luego tomó otra, pero no llegábamos. Empezamos a preocuparnos. Luego se detuvo en medio de un bosque y nos dijo que, según una de las tres apps que utilizaba para guiarse en esa ciudad, estábamos a 2,5 kilómetros de distancia del convento. Entonces le dije que nos dejara ahí y que caminaríamos por el bosque. El señor me miró a los ojos y me dijo: “Por favor, no lo haga. Este bosque es muy solo y no debería tomar esa ruta”.

Como teníamos un vuelo, no nos atrevimos a bajarnos. El conductor nos confesó que perderse en Sintra era algo habitual y que por eso utilizaba tres apps para guiarse. Le creímos y nos regresó al hotel. 

Me quedé con el pesar de no haber visto ese convento, pero igual nos fuimos en el tren para el aeropuerto con el corazón hinchado de alegría. A todas las personas que conocí les dije lo mismo: volveré a Lisboa y espero conocer más ciudades de Portugal. Mi obsesión sigue vigente. 

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