La vez que encontró a Juan Pablo II durmiendo frente a un café con leche y otras anécdotas del “primer paparazzi argentino” - Infobae

2022-10-15 21:52:30 By : Ms. Tracy Lei

Nadie le compró una cámara de fotos. Nadie le enseñó el arte de la fotografía. Su papá, carnicero de profesión, le enseñó a cortar un costillar; su mamá era ama de casa. Él y sus tres hermanos heredaron un depósito bancario, una camioneta y respetaron el linaje: pusieron una carnicería de barrio. Él, que ya había absorbido los gajes del oficio, también presumía conocimientos básicos de herrería y carpintería y limpiaba vidrios en una estación de servicio. Su primera guita la invirtió en una cámara de ocho rollos.

Tenía catorce años cuando su papá murió y cuando un sábado equis del calendario se infiltró en el autódromo de Buenos Aires para sacarle fotos a los autos. Era un apasionado por las tuercas, un estudioso de la mecánica, un devoto de las carreras. Tomaba fotos para perpetuarlas, para revelarlas y volver a vivir el momento. Hasta que un imprevisto lo orientó. No tenía el olfato entrenado ni la intuición programada: fue una mera acción casual. Un prototipo de Ford se incendió ante él y su lente. No sabía que era el único que había eternizado ese retrato. No sabía que eso representaba en sí un hecho noticioso hasta que, al rato, un hombre lo encaró: “Muchacho, venga. ¿Usted sacó la foto del auto incendiado? Se la compro”. Así fue: “La publicaron y me pagaron una fortuna”, dice aunque no recuerde cuánto obtuvo por esa imagen, pero sí cómo esa oferta inesperada le sembró una idea. “Esto es un negocio”, pensó, como si concibiera una epifanía.

Pasaron 55 años desde su primer click. Daniel “Pato” Giacometto se convirtió en un catedrático de la fotografía. Algunos lo definen como un “decano”. A él le agrada ese reconocimiento. Retroalimenta su cartel de “primer paparazzi argentino”. Descubrió que en la calle proliferaban las sorpresas, las situaciones fortuitas, los acontecimientos impensados, y que toda esas eventualidades capturadas eran publicables y monetizables. Empezó a documentar siniestros viales, incendios, manifestaciones, acontecimientos políticos y a ofrecer fotos que nadie tenía. Se enredó en la industria de la comunicación: fue colaborador de revistas, primer fotógrafo de Editorial Perfil y “protegido” de Chiche Gelblung.

“Tenía veintipico años. Hacía notas de todo tipo: reportajes, coberturas, producciones de fotos, hasta que descubrí una faceta. Me sentía algo vacío. Entonces iba a Fechoría, Los años locos, Edelweiss, Mau Mau o New York City y fotografiaba romances”. Su metié fue la noche. Su búsqueda, las indiscreciones de personalidades famosas. “Los personajes eran mi presa”, dice y enumera: “Fui el descubridor de Sandro con Tita Russ, el de Susana Giménez con Ricardo Darín, descubrí a Cacho Fontana con Liliana Caldini, a Alberto Olmedo con Nancy Herrera”.

Interrumpe su relato cronológico para contar una anécdota alusiva: “Estaba siguiendo a Olmedo que salía con Nancy Herrera cuando se paró con su Mercedes Benz en Corrientes y Paraná. ‘Pato, ¿por qué me seguís?’, me preguntó. ‘Quiero hacer una foto con Nancy’, le dije. ‘Nancy, bajate que Pato te quiere hacer una foto’, le pidió. Ahí blanquearon la relación con mi foto en pleno centro, en plena calle y a los gritos. Yo estaba con mi modesto Fiat 128″.

“Pato” no puede con su genio. La entrevista se ramifica en anécdotas. Las misceláneas estructuran su itinerario y desordenan la cronología. Entre una historia y otra alcanza a contar que habrá sacado más de 400 mil fotos, que colecciona revistas y diapositivas antiguas, que nunca fumó y nunca tomó, que odia las drogas, que le dicen “Pato” porque en los picados entre periodistas y fotógrafos atajaba y se peinaba como Fillol, que vende fotos de archivo para ilustrar libros, que espera publicar sus propias Memorias de un paparazzi.

“¿Qué más querés saber, pibe?”, pregunta sin esperar respuesta y se abalanza sobre otra anécdota. “Una vez Susana Romero estaba en The Clap, un boliche por Recoleta, y el novio que tenía sacó un revólver. Me quiso pegar un tiro”. El miedo en el oficio de paparazzi tiene varios capítulos en su prospecto. “Nunca sentí miedo. Cuando estoy con la cámara no siento miedo”, define. Aunque una vez lo hayan llevado preso por sacarle una foto a Charly García en el Luna Park y un policía creyera que, en verdad, lo estaba fotografiando a él. Coincidía con una era nefasta del país: la época de mayor frenesí represivo de la dictadura militar. Primó la cordura y, al poco tiempo, lo soltaron.

No siempre fue un reportero de la noche porteña. Fue contemporáneo de acontecimientos políticos bisagras. Se rapó para mezclarse entre los soldados que aterrizaron en Malvinas, vio el horror de la guerra hasta que Mario Benjamín Menéndez lo echó y tuvo que volver en un Hércules. Cubrió el copamiento del cuartel militar de La Tablada el 23 de enero de 1989 -”pasaban balas por todos lados”-, el atentado a la Embajada de Israel y el atentado a la AMIA, cuando se aprovechó de una escalera de bomberos para subirse a un edificio contiguo para retratar el retiro de los cuerpos. O ese 28 de octubre de 1983, la noche en que resultó víctima del tiempo histórico y de su carácter de fotógrafo: cuando Herminio Iglesias quemó el cajón de la Unión Cívica Radical en el acto de cierre de campaña del peronismo y su fórmula Ítalo Argentino Luder y Deolindo Felipe Bittel. El saldo de su presencia incómoda: una trompada y haber perdido el Rolex.

Las anécdotas no aparecen en su imaginario: irrumpen. Otra vez, el primero de mayo de 1974, el día que pasó a la historia como la vez en que “Perón echó a los Montoneros de la Plaza de Mayo”. El líder y ex presidente los trató de “imberbes” y “estúpidos”, lo que desató la furia de los jóvenes de la Tendencia Revolucionaria y el fin melodramático de una relación deteriorada. “Se produjo un choque cuando Perón pidió que los montoneros vuelvan a la clandestinidad. Empezaron a tirar cosas, a los gritos y yo recibí un palazo en la cabeza de parte de un manifestante”, recuerda Giacometto.

Otra vez, en septiembre de 1981, cuando el presidente de España, Adolfo Suárez, arquitecto de la transición española hacia la democracia tras el fallecimiento del General Francisco Franco, visitó el país. Para entonces, Giacometto ya hacía gala de olfato, intuición y agenda. El portero de la discoteca The Clap le sopló al oído que adentro estaba cenando la comitiva del presidente de España. “Entré, miré y lo vi bailando. Saqué la foto y entraron a correrme los custodios. Me subí al remis de la editorial, me bajé en Callao y Quintana y los otros lo persiguieron al remisero. Yo ya tenía el rollo escondido en el calzoncillo”, relata.

El recurso del escondite íntimo era una práctica común. Christina Onassis, empresaria, socialité y dueña de una fortuna de 3,5 mil millones de dólares, fue una de sus presas favoritas. Le dio su primera tapa en la revista La Semana, en 1978. Anotar las patentes de los autos de los famosos era su truco y el Negro Andrés, el portero de Mau Mau, la boite ubicada en Arroyo 866 y sede de la Belle Époque de la noche porteña, su informante indiscreto. Le contó que Christina Onassis estaba con su amiga argentina Marina Dodero (se habían conocido en Punta del Este diez años antes). Al entrar, distinguió a la hija del multimillonario griego Aristóteles Onassis bailando con el hermano de su amiga, el empresario textil Jorge Tchomlekdjoglou. “Me siento -relata entusiasmado-, había una parejita y les cuento ‘estoy tomando una vista general del boliche porque tengo que armar un catálogo, ¿les puedo sacar unas fotos?’. Les pedí que se pusieran a bailar. Las luces de un boliche titilan como el flash: nadie se dio cuenta de que en realidad le estaba sacando fotos a Christina Onassis”.

La historia de la foto de tapa se entromete en la pregunta original. Pato retoma el hilo: “Ah, sí…lo del calzoncillo. Ella se murió en una quinta en Tortuguitas (el 19 de noviembre de 1988, a los 37 años) y la velaron en la Nunciatura Apostólica. Llegó la cochería que se hizo cargo del velorio y con unos fotógrafos nos subimos a una terraza que tenía una claraboya y desde ahí empezamos a sacar fotos. Hice la foto y sin querer con el codo rompí un vidrio y se cayeron todas las astillas sobre el cajón. Vino la policía a buscarme, me encerré en un cuarto y me guardé el rollo en el calzoncillo para que no me lo sacaran. Salí y me hice el boludo”. Marina Dodero lo encontró y accedió a tomarse unas fotos. “Las vendí a Europa y me dieron una tonelada de guita”, recuerda: 60.000 dólares por las fotos del sepulcro de la joven más rica del mundo.

La frontera ética del paparazzi es difusa. Apeló varias veces al discurso que pretende exonerarlo: “Es mi trabajo”. “Cuando la situación era difícil y jodida tuve códigos”, dice. Sacó fotos que después tuvo que olvidar. “Hice una vez a Maradona bailando con una chica en una discoteca enfrente de la cancha de River. Se llamaba Ponciano. Él estaba de incógnito. Le hago la foto y viene Cyzterpiller, su representante, y me dice ‘Pato, le hiciste una foto a Diego que se va a casar… borrala, borrala, borrala’. Y me da 200 dólares”. Era lo mismo que le hubiesen pagado los medios gráficos por esa foto.

El hilo de Maradona es prolífico. Giacometto se deja llevar por su anecdotario. Su trabajo lo acercó a Diego, al punto de ser uno de los 1.200 invitados de su casamiento con Claudia Villafañe en el Luna Park, la noche del 7 de noviembre de 1989. “Me senté en la misma mesa que Pepe Parada y Graciela Borges. Fui el único fotógrafo invitado. ‘Pato no saqués fotos, eh’, me pidió Coppola. Ellos ya habían contratado a tres fotógrafos de El Gráfico. ¿Yo me voy a perder eso? Ni loco. Me acompañó una piba muy linda, a la que le avisé que iba a laburar en la fiesta. Llegamos a las nueve de la noche y nos fuimos a las nueve de la mañana. ‘Sacame del baile de Maradona, sacame con la torta, con los jugadores’, le pedía. Si las hacía yo, Coppola me sacaba una oreja”. Las fotos se las vendió a la revista Oggi italiana. Su contactó lo esperó en el hotel Savoy: le pagó 38 mil dólares. Lo invirtió en un auto y en un viaje por Europa.

Los códigos del paparazzi eran volátiles: licencias propias de una época y de un oficio en esplendor. En su conciencia queda habilitada la inocencia, una vaga idea de impunidad, el respaldo del dicho “es mi trabajo”. Reconoce haber querido emular la foto del dirigente radical Ricardo Balbín desnudo e internado en la clínica Ipensa de la ciudad de La Plata, que se publicó el 10 de septiembre de 1981, un día después de su fallecimiento. “Quise hacer lo mismo con Luis Sandrini en el Sanatorio Güemes: darle la cámara a una enfermera pero no quiso transar. Son mañas. Cuando no podés, buscás la forma”.

La forma de meterse en el castillo banfileño de Sandro la encontró usando una escalera de una estación de servicio lindera y la mentira de que un arquitecto le pidió que tomara una foto cenital del lugar. El resultado de su artilugio fue un romance inventado con esa mujer que aparecía limpiando la pileta del popular cantante. Sandro lo perdonó. No eran amigos, pero había un tratado de cordialidad. Giacometto impuso una política: se ganaba la simpatía de los artistas, políticos y deportistas regalándoles fotos. Sus fotos, a su vez, ocasionaron al menos cuatro juicios contra los medios que las publicaron. Él las recuerda con pena y gracia.

Acumula fotos que no publicó por “respeto”, fotos que no debió haber sacado y secretos caros. Una vez -cuenta- encontró en una situación comprometida a un reconocido cantante, actor y político en la puerta de Mau Mau. “‘Me cagás la vida’, me dijo, me puso algo en el bolsillo y me fui calladito”. Su lugar era el espacio público, donde hacía y deshacía a su gusto. Su límite era el ámbito privado: ahí ya no disparaba.

Lo que hacía ni siquiera tenía nombre. Era un reportero gráfico antes de que se estableciera la figura del “paparazzi”. Presume haber sido el inventor del concepto en Argentina y aunque trabajó como efectivo en medios gráficos, su trayectoria la desarrolló como fotógrafo independiente. Ofrecía sus trabajos: lo contrataron Gente, Perfil, Atlántida, Siete Días, Radiolandia y revistas del exterior. “Yo no quería ser de nadie”, describe.

Resulta inevitable reincidir en las anécdotas. A su medio siglo de profesión lo sostienen las historias mínimas. Brotan de su memoria como si se tratara de su legado: recuerda lo loco que era Monzón, lo carismático que era Carlos Menem, las coberturas en Mar del Plata, la vez que Nélida Lobato lo invitó a cenar, la vez que Charly García le arrojó un vaso de vidrio, la vez que el mánager de Vilas le quiso pegar, la vez en que encontró en la basura de Isabel Preysler, ex esposa de Julio Iglesias, una carta de puño y letra escrita por su hijo Enrique Iglesias o la vez que esperó siete horas arriba de un árbol para documentar la liberación de Isabelita en la quinta de San Vicente, tras el Golpe de Estado del 23 de marzo de 1976 y antes de exiliarse en Madrid.

La foto que quiso haber sacado es el “descubrimiento” de Marcelo Tinelli con Paula Robles y la más preciada es obra de la fortuna. Juan Pablo II visitó por primera vez el país la mañana del 11 de junio de 1982. Lo recibió en el aeropuerto de Ezeiza el presidente de facto, Leopoldo Fortunato Galtieri, tres días antes de la capitulación de las fuerzas argentinas en Malvinas. En su primer discurso, nombró 38 veces la palabra paz. Su primera parada fue en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires, perseguido por manifestantes y fotógrafos. Allí, Daniel Giacometto cometió la mejor equivocación de su vida. Abrió la puerta del baño sin saber que era, en verdad, una habitación privada donde Juan Pablo II dormitaba frente a un café con leche. Le dijo “su santidad” y sacó la foto.

Desde la comitiva papal le entregaron también un rosario. El obsequio aún está colgado de una de las esquinas de su cama. Tiene 69 años, trabaja de vez en cuando y vive en el partido de San Martín, a la vera de la avenida General Paz, con su hermana y su cuñado. “Nunca nadie me dijo papá todavía. He salido con unas famosas, fui uno de los primeros novios de Carmen Barbieri y ella sigue estando enamorada de mí”, dice riéndose. Intentó formar familias pero su devoción por el trabajo lo hacía incompatible: dedicaba dos meses a cubrir el verano marplatense, juntaba francos para irse a perseguir famosos por Europa, más las coberturas imprevistas, su vocación, su persistencia, su impulso por decir siempre que sí, los sellos de 25 países en su pasaporte y las recorridas nocturnas que patentó, cuando no existía ni los smartphones ni los allegados y los famosos estaban de incógnito pero “a disposición”. Historias de un pionero y de un nostálgico de la noche porteña.